Había una vez un muchacho que atravesaba caminando, de ciudad a ciudad, entre una cadena de montañas.
De pronto se despertó la tormenta y entre la lluvia y la baja visibilidad, el muchacho tropezó y se precipitó al vacío.
Durante la caída pudo reaccionar y estirando un brazo quedó enganchado a la rama de un árbol.
No obstante, sabía que tampoco podría permanecer mucho tiempo ahí, pues acabaría muriendo.
Entonces, con toda la desesperación gritó: “¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer?”
De pronto de su interior surgió una voz que le decía: “¡Salta!” “¡Lánzate!”
Pero el muchacho, no se atrevió y ahí se quedó.
A la mañana siguiente, un par de caminantes paseaba por el sendero, bajo la luz del sol, después de la tormenta nocturna.
De pronto, sorprendidos con lo que vieron, se encontraron con el muchacho muerto, congelado, colgado de la rama de un árbol, a menos de un metro de otro sendero similar al que ellos mismos, iban caminando….
Y es que en la vida, somos nosotros mismos, quienes inventamos nuestros propios precipicios.
Somos nosotros quienes, desde pequeños hemos escuchado que no valemos para algo y al final hemos acabado haciendo nuestra, esa incapacidad.
Quienes creemos que no somos capaces de hacer ciertas cosas.
Quienes nos ponemos nuestros propios límites.
Todos somos capaces de todo. Sólo se trata de aprender a aprender. De motivarnos por aprender aquello que desconocemos.
Sólo así, si queremos, podremos aprender a hacerlo y nunca más nos diremos: “Yo no valgo para”
¿Qué opináis de esto que os cuento?
Me gustaría conocer vuestra opinión y que compartáis vuestras experiencias sobre aquello en lo que en la vida os habéis limitado.
Sobre aquellos precipicios que vosotros mismos os habéis inventado…